La semana pasada, el gobierno y el sector privado anunciaron un acuerdo para realizar 147 proyectos de inversión en infraestructura, cuyo monto total equivale a 3.6 por ciento del PIB actual.
En orden descendente de importancia, la inversión se destinaría al transporte, el turismo, las telecomunicaciones y otros. El sector privado ejecutaría estos proyectos con recursos propios, sin afectar las finanzas públicas. Se calcula que la mitad arranque en 2020 y los demás lo hagan durante el resto del sexenio.
Las autoridades manifestaron que los programas conforman la primera parte de una lista más extensa, la cual se dará a conocer en enero próximo e incorporará, en especial, a la energía y la salud.
Según las declaraciones de las partes involucradas, los beneficios esperados incluyen la reactivación de la economía, la creación de empleos, el aumento de la competitividad y el mayor crecimiento económico.
Para funcionar adecuadamente, cualquier país requiere una infraestructura básica de carreteras, puertos, aeropuertos, agua y saneamiento, telecomunicaciones, hospitales, y escuelas, entre otras facilidades.
Es evidente que México padece serias deficiencias en áreas fundamentales de infraestructura, las cuales implican elevados costos de producción y restringen el bienestar de la población. De ahí que sea irrefutable la necesidad de ampliar y modernizar la infraestructura del país.
Sin embargo, la observación anterior no implica que, de llevarse a cabo, los proyectos anunciados generen las bondades que se les atribuyen. Entre estas, conviene distinguir los efectos de nivel y los de crecimiento sostenido del PIB.
Dentro de la primera categoría, destaca el deseo de que tales iniciativas detonen una reanimación cíclica. Al parecer, este resultado se visualiza en la forma de incrementos en el volumen de la producción, a medida en que se ejecuten los proyectos.
Empero, para que este impacto ocurra es indispensable, como mínimo, que el nuevo gasto no sustituya a otro. La demanda desplazada podría ser privada, por ejemplo, si se posponen proyectos alternativos, o gubernamental, como de hecho lo confirma la reducción, en términos reales, de la inversión pública prevista en el presupuesto de egresos del próximo año.
Además, durante 2019 se profundizó la contracción de la inversión privada. Para que los mencionados proyectos revirtieran el debilitamiento se requeriría que esta tendencia reflejara, primordialmente, obstáculos para participar en obra pública que el acuerdo presumiblemente eliminará. La naturaleza propia del gasto en capital privado y el papel de las expectativas no parecen justificar ese supuesto.
En cualquier caso, la ejecución de los proyectos tomaría tiempo, por lo que su impacto sobre el PIB estaría diluido a lo largo del sexenio. Las consideraciones anteriores sugieren cautela respecto a la estimación del posible efecto de los planes anunciados sobre la reactivación económica.
La segunda categoría de ganancias esperadas, en la forma de un mayor dinamismo sostenido del producto, se sustenta sobre bases aún más débiles. Al parecer, esta asociación forma parte de una vieja idea, difundida aún en nuestros días, de que la inversión es el motor del crecimiento de largo plazo de la economía.
Las raíces de esta relación parecen encontrarse en algunos pensadores que inspiraron la estrategia de industrialización de la Unión Soviética, pero su formalización se atribuye a dos economistas de la primera mitad del siglo XX, Roy Harrod y Evsey D. Domar.
Ese modelo, ampliamente acogido, contenía una predicción sencilla: el crecimiento es proporcional a la razón de inversión a PIB. A partir de ahí, era común que los “expertos” en desarrollo buscaran identificar el nivel de inversión necesario para un objetivo de crecimiento en cualquier nación.
Tal relación se rechazó posteriormente porque carecía de sustento teórico y empírico. Las conceptualizaciones modernas reconocen la imposibilidad de que la inversión, por sí sola, tenga un efecto duradero sobre el crecimiento, ya que trae aparejados rendimientos decrecientes.
Por el contrario, los análisis apuntan a que el progreso económico resulta principalmente del cambio tecnológico, el cual permite utilizar los factores de la producción de una manera cada vez más eficiente.
Lo anterior sugiere no atribuir un beneficio excesivo al reciente acuerdo de inversión. Más que buscar medidas de emergencia, México debería crear un ambiente favorable para los negocios, que proporcione reglas confiables y elimine barreras para aprovechar cabalmente las oportunidades tecnológicas disponibles en el mundo.
Exsubgobernador del Banco de México y autor de Economía Mexicana para Desencantados (FCE 2006)
Fuente: El Financiero / Distrito Federal / Internet, Información, 04:50, 04/12/2019